Jimena y Carla no imaginaron jamás la noche que les tocaría en suerte el pasado fin de semana.
Como de costumbre, se encontraron en el lugar clave de ambas, punto de partida de toda caravana nocturna que se precie de tal. Jimena llegó a horario a la cita, indicio favorable de una noche prometedora. Por lo general, Carla padece la impuntualidad característica de su compañera; sufrimiento exacerbado si se tiene en cuenta que Carla acude a ese encuentro semanal con el atuendo de ocasión: léase, alguna vez tuvo que aguantarla por más de media hora con una micro mini bajo las miradas de los para nada disimulados transeúntes; a lo que se sumó la compañía impuesta del portero del edificio, quien habrá interpretado que alivianaría tal angustia. En fin... en esta oportunidad no hubo reclamos, y fue así que ambas enfilaron directo y con prisa al reducto predilecto: “El Buen Bar”. No había otra opción para ellas, hasta que el tan amable y simpaticón muchachote de la puerta al que jamás conocerán por el nombre, les giró la cabeza con un rotundo y categórico NO. Desconcertadas, las chicas vieron volar sus ilusiones de una noche inigualable para terminar escogiendo la segunda y nunca mejor ponderada segunda alternativa: el bar que es una boca de lobo.
Allí entraron por la puerta grande, como bien lo merecen dos divas de tal calibre. Estaban dispuestas a pasar un buen rato y nada opacaría tal propósito. Allá fueron, derecho a la barra, no sin antes hacer gala de tamañas beldades. Con sendos vasos en sus manos, empezaron a ambientarse y, mientras hablaban de vaya uno a saber qué, Jimena vio la luz. Luz reflejada en los ojos de una estrella en ascenso del rock. Algo perturbada, le pasó la información a su amiga, quien, lejos de inquietarse, no tenía la menor idea de la identidad de aquel sujeto escoltado de un grupo de semejantes. Así las cosas, con los estelares a un metro, Jimena y Carla, hicieron de cuenta que nada, cuando en realidad, todo.
La conversación fluyó y las miradas se cruzaron, hasta que un hombrecillo de inexistente cabellera, se acercó y quebró el hielo. No acusó nombre, o las jóvenes sólo advirtieron que se trataba del bajista de la banda. Lejos de alborotarse, la cosa fluyó. Hasta el punto en que inmediatamente fueron invitadas a dirigirse a otro bar más acorde al género: llegado el momento del reggaeaton, no se figuraban al pelado meneando.
En hilera, cual comunidad rockera, se encaminaron hacia la puerta de salida, intentando hilvanar lo sucedido. Resistidas al inicio de la noche, abandonadas en su suerte y despojadas de la ilusión atesorada en el bar de al lado, de repente formaban parte del club selecto del rock. Toda una hazaña.
Caminaron más de la cuenta, teniendo en cuenta que Jimena, quizás por despiste, quizás por finalidad, alargó el trayecto hacia el nuevo destino. Más ataviadas de glamour que nunca, ingresaron al lugar de la mano de estos nobles caballeros de ropas raras y modos cordiales. Cero estrellato, cero narcisos y más comunes que el resto de los mortales que no nos dedicamos a la música. Cero estrellato, excepto por el cantante; imposible disimular su fachada rock star detrás de semejante beldad. Imposible no contemplarlo. De todos modos, ni una cosa ni la otra: ni el muchacho hizo grandiosa ostentación ni Carla se engatusó más de la cuenta. Igualmente no dio lugar: ambas chicas fueron diestramente custodiadas por bajista y tecladista, respectivamente; ya no habría chances para el primor.
Dos y dos, la velada transcurrió en un parloteo fluido entre las parejas. Nada hacía pensar que hasta hace unas horas, Jimena se embaucaba en las letras de estos tipos, presa del recuerdo de historias imperfectas.
Carla, por su parte, fiel a su naturaleza esquiva y cautelosa, no se ocupó en mostrar el menor interés sugestivo hacia su compañero, mientras que él, no dejó de meter bocadillo sobre las bondades físicas y de todo tipo de esta simpática cordobesa. Igualmente, el asunto fluyó y fluyó, como si se conocieran a través de esa música conocida y no conocida.
Pese a los intentos fallidos de su amiga por entonar la estrofa del célebre hit, Carla jamás lograría descifrarlo. Y, lejos de sentirse avergonzada o fuera de frecuencia, se apreció más diferente que nunca y lo disfrutó.
Las luces y el ruido hicieron lo suyo (eso por no echarle la culpa al poco de alcohol), y decidieron continuar la fiesta en otro espacio. Cada vez más en ascenso, cada vez más cerca del género: el templo del rock. Postergaron sus horas de sueño pre show para encaminarse al recinto anhelado. Llegados a destino, las chicas glamorosas se sintieron más groupies que nunca: una aglomeración en la puerta del lugar enfocada a un único punto, la banda, de la que, casualmente, formaban parte.
Cero estrellato, cero narcisos, eso dijimos. Haciendo gala de la racha que les tocó en suerte en “El Buen Bar”, tampoco lograron ingresar al templo del rock. No cabía la posibilidad de hacer semejante fila y menos a esa hora (eso por no echarle la culpa al poco de alcohol, segunda parte). Y pese a la insistencia de los concurrentes que aguardaban para entrar, este querido patovica tampoco cedería.
Así las cosas, dispusieron, léase los masculinos dispusieron, ya que las chicas rock sólo atinaron a dejarse llevar por los reflejos de sus músicos; resolvieron, entonces, cerrar la velada comiendo panchos en pleno boulevard San Juan.
Mientras el buen mozo del cantante engullía con vehemencia no uno, sino dos panchos, Jimena y Carla, vivieron con total naturalidad lo que para algunos podría significar un episodio un tanto estrafalario.
Pero lo verdaderamente extravagante vino después: de repente y sin aviso, una mujercita de unos veinte años recién cumplidos se plantó frente al primor con absoluto descaro. Con mirada lasciva y el menor de los decoros, el mismo que Carla atesora tanto, esta jovencita chillona con ínfulas de fan, no se acercó en busca de un inocente autógrafo, sino que fue más allá, pretendiendo, a todas luces, poseer ese objeto de admiración y deseo. Ésta sí que era una auténtica groupie y, de las más serviciales...
Las chicas angelicales no tenían qué hacer al lado de semejante obviedad. De todas maneras, y a rigor de los acontecimientos sucedidos, parece que el buen mozo le hizo agua a la señorita desvergonzada.
Lo que sigue, el esperado final feliz y predecible: de Jimena no voy a hacer mención, mientras que de Carla me atrevo a decir que, radiante y contenta (y eso que no consumió ni medio pancho), se zambulló fresca y algo tambaleante en el taxi que la dejaría en su casa. Del tecladista y del bajista... no pretenderán que revelemos el paradero. Sólo es rock y las chicas angelicales van por más.-
Como de costumbre, se encontraron en el lugar clave de ambas, punto de partida de toda caravana nocturna que se precie de tal. Jimena llegó a horario a la cita, indicio favorable de una noche prometedora. Por lo general, Carla padece la impuntualidad característica de su compañera; sufrimiento exacerbado si se tiene en cuenta que Carla acude a ese encuentro semanal con el atuendo de ocasión: léase, alguna vez tuvo que aguantarla por más de media hora con una micro mini bajo las miradas de los para nada disimulados transeúntes; a lo que se sumó la compañía impuesta del portero del edificio, quien habrá interpretado que alivianaría tal angustia. En fin... en esta oportunidad no hubo reclamos, y fue así que ambas enfilaron directo y con prisa al reducto predilecto: “El Buen Bar”. No había otra opción para ellas, hasta que el tan amable y simpaticón muchachote de la puerta al que jamás conocerán por el nombre, les giró la cabeza con un rotundo y categórico NO. Desconcertadas, las chicas vieron volar sus ilusiones de una noche inigualable para terminar escogiendo la segunda y nunca mejor ponderada segunda alternativa: el bar que es una boca de lobo.
Allí entraron por la puerta grande, como bien lo merecen dos divas de tal calibre. Estaban dispuestas a pasar un buen rato y nada opacaría tal propósito. Allá fueron, derecho a la barra, no sin antes hacer gala de tamañas beldades. Con sendos vasos en sus manos, empezaron a ambientarse y, mientras hablaban de vaya uno a saber qué, Jimena vio la luz. Luz reflejada en los ojos de una estrella en ascenso del rock. Algo perturbada, le pasó la información a su amiga, quien, lejos de inquietarse, no tenía la menor idea de la identidad de aquel sujeto escoltado de un grupo de semejantes. Así las cosas, con los estelares a un metro, Jimena y Carla, hicieron de cuenta que nada, cuando en realidad, todo.
La conversación fluyó y las miradas se cruzaron, hasta que un hombrecillo de inexistente cabellera, se acercó y quebró el hielo. No acusó nombre, o las jóvenes sólo advirtieron que se trataba del bajista de la banda. Lejos de alborotarse, la cosa fluyó. Hasta el punto en que inmediatamente fueron invitadas a dirigirse a otro bar más acorde al género: llegado el momento del reggaeaton, no se figuraban al pelado meneando.
En hilera, cual comunidad rockera, se encaminaron hacia la puerta de salida, intentando hilvanar lo sucedido. Resistidas al inicio de la noche, abandonadas en su suerte y despojadas de la ilusión atesorada en el bar de al lado, de repente formaban parte del club selecto del rock. Toda una hazaña.
Caminaron más de la cuenta, teniendo en cuenta que Jimena, quizás por despiste, quizás por finalidad, alargó el trayecto hacia el nuevo destino. Más ataviadas de glamour que nunca, ingresaron al lugar de la mano de estos nobles caballeros de ropas raras y modos cordiales. Cero estrellato, cero narcisos y más comunes que el resto de los mortales que no nos dedicamos a la música. Cero estrellato, excepto por el cantante; imposible disimular su fachada rock star detrás de semejante beldad. Imposible no contemplarlo. De todos modos, ni una cosa ni la otra: ni el muchacho hizo grandiosa ostentación ni Carla se engatusó más de la cuenta. Igualmente no dio lugar: ambas chicas fueron diestramente custodiadas por bajista y tecladista, respectivamente; ya no habría chances para el primor.
Dos y dos, la velada transcurrió en un parloteo fluido entre las parejas. Nada hacía pensar que hasta hace unas horas, Jimena se embaucaba en las letras de estos tipos, presa del recuerdo de historias imperfectas.
Carla, por su parte, fiel a su naturaleza esquiva y cautelosa, no se ocupó en mostrar el menor interés sugestivo hacia su compañero, mientras que él, no dejó de meter bocadillo sobre las bondades físicas y de todo tipo de esta simpática cordobesa. Igualmente, el asunto fluyó y fluyó, como si se conocieran a través de esa música conocida y no conocida.
Pese a los intentos fallidos de su amiga por entonar la estrofa del célebre hit, Carla jamás lograría descifrarlo. Y, lejos de sentirse avergonzada o fuera de frecuencia, se apreció más diferente que nunca y lo disfrutó.
Las luces y el ruido hicieron lo suyo (eso por no echarle la culpa al poco de alcohol), y decidieron continuar la fiesta en otro espacio. Cada vez más en ascenso, cada vez más cerca del género: el templo del rock. Postergaron sus horas de sueño pre show para encaminarse al recinto anhelado. Llegados a destino, las chicas glamorosas se sintieron más groupies que nunca: una aglomeración en la puerta del lugar enfocada a un único punto, la banda, de la que, casualmente, formaban parte.
Cero estrellato, cero narcisos, eso dijimos. Haciendo gala de la racha que les tocó en suerte en “El Buen Bar”, tampoco lograron ingresar al templo del rock. No cabía la posibilidad de hacer semejante fila y menos a esa hora (eso por no echarle la culpa al poco de alcohol, segunda parte). Y pese a la insistencia de los concurrentes que aguardaban para entrar, este querido patovica tampoco cedería.
Así las cosas, dispusieron, léase los masculinos dispusieron, ya que las chicas rock sólo atinaron a dejarse llevar por los reflejos de sus músicos; resolvieron, entonces, cerrar la velada comiendo panchos en pleno boulevard San Juan.
Mientras el buen mozo del cantante engullía con vehemencia no uno, sino dos panchos, Jimena y Carla, vivieron con total naturalidad lo que para algunos podría significar un episodio un tanto estrafalario.
Pero lo verdaderamente extravagante vino después: de repente y sin aviso, una mujercita de unos veinte años recién cumplidos se plantó frente al primor con absoluto descaro. Con mirada lasciva y el menor de los decoros, el mismo que Carla atesora tanto, esta jovencita chillona con ínfulas de fan, no se acercó en busca de un inocente autógrafo, sino que fue más allá, pretendiendo, a todas luces, poseer ese objeto de admiración y deseo. Ésta sí que era una auténtica groupie y, de las más serviciales...
Las chicas angelicales no tenían qué hacer al lado de semejante obviedad. De todas maneras, y a rigor de los acontecimientos sucedidos, parece que el buen mozo le hizo agua a la señorita desvergonzada.
Lo que sigue, el esperado final feliz y predecible: de Jimena no voy a hacer mención, mientras que de Carla me atrevo a decir que, radiante y contenta (y eso que no consumió ni medio pancho), se zambulló fresca y algo tambaleante en el taxi que la dejaría en su casa. Del tecladista y del bajista... no pretenderán que revelemos el paradero. Sólo es rock y las chicas angelicales van por más.-
NENAAA!! pase a ver que onda tu blog.. TE FELICITO!!!
ResponderEliminarNOELIA M
No conocía esta faceta tuya querida!!! estoy navegando y descubriéndote increíble. te felicito nena! laura garcia
ResponderEliminarHOLA...
ResponderEliminarYO SI QUIERO SABER QUE ROCKSTARS ERAN...
Y SI ES REAL