Timbre. 20.17 horas, según acusa el reloj. Lucanera se aproxima con dos minutos de retraso, teniendo en cuenta que la clase comienza a las 20.15. Su andar es pachorro, pesado, como si viniera de darse un tremendo atracón, de esos que te dejan cuasi inmóvil.
Ingresa al aula arrastrando los pies. Por supuesto, los alumnos la siguen con el mismo poco entusiasmo. No se toma más de dos o tres minutos en chequear el libro de temas. No hay tiempo que perder. Los asientos contables son prioridad y hay que liquidar tres cuestiones en nada menos que dos horas. Por algo le pagan. Lucanera está al servicio de la educación pública y, por tanto, su responsabilidad debe ser tomada como tal. Su sueldo sale de nuestros bolsillos, según textuales y reiteradas palabras de la comprometida y escrupulosa profesora de Contabilidad.
Enseguida se pone al frente de la clase. Tiza en mano, comienza a vislumbrarse en la pizarra la interminable ensalada alfanumérica de siempre. Mientras algunos parecen regocijarse con los “problemitas” planteados, como si estuvieran descifrando uno de esos crucigramas entretenidísimos que ofrecen algunos suplementos sabáticos; otros (la mayoría, claro está), revolean los ojos como queriendo captar “algo” de lo incomprensible que Lucanera acaba de explicar. A ella parece no afectarle quién entiende y quién no. Avanza, avanza y avanza. Con prisa y sin pausa, como queriendo anticiparse a la finalización del programa académico y ahí sí, recién ahí estará en condiciones de hacer un alto en las cabezas secas de sus jóvenes discípulos. Lucanera se consume y los consume; en un encuentro semanal, los exprime, los agota y extenúa, con el fin de revalidar su vocación y/u obsesión educadora.
21.05. Un grupito de alumnas bochincheras, pero no por ello, malas estudiantes, advierte que todavía resta una hora y diez minutos para que finalice el calvario. Una hora y diez minutos de cabezas literalmente abombadas. Así y todo, prosiguen con la seguidilla de problemitas indescifrables y entretenidos. Si algo debemos reconocerle a Lucanera es su capacidad de mantener la poca atención que a esa altura subsiste en el aula. Quizás esta virtud se deba, en buena medida, a su manera de expresarse y meter bocadillos políticamente incorrectos pero efectivos a la hora de refrescar esas cabezas secas y exprimidas. Lucanera es un poco malhablada, sí. Pero sus excesos verbales son los que equilibran la balanza; y en el fondo se la quiere por ser cómo es: una obsesiva de los números, estrictísima con los horarios, pero cómplice del mismo lenguaje de esos jóvenes escolares.
La educadora es así: mezcla de chabacana y erudita en las cuentas. Pachorra en su caminar pero ligerísima a la hora de agotar los variados temas de su agenda académica. Pesimista y poco entusiasta; tal vez ello se debe a su reciente y confesada separación. Lucanera no representa, precisamente, el derroche de optimismo y algarabía en persona. En la mayoría de las ocasiones (léase, en aquellas oportunidades en las que no está dictando su tan celebrada cátedra) se la ve cabizbaja y algo desanimada, como si las clases la encendieran y la reencontraran con su verdadera esencia jovial y chispeante. Por lo pronto, y a la luz de su apariencia un tanto desatendida, necesita un rotundo y riguroso cambio de look. Un buen corte de pelo, una efectiva y prolija coloración de sus mechas, anteojos e indumentaria un poco más chic... en definitiva, un “aire nuevo y fresco” que la recicle y le ofrezca una versión mejorada de sí misma. Tal vez así Lucanera se relaje un poco y afloje en hacer un alto en las cabezas secas de esos jóvenes discípulos. Que así sea.-
Ingresa al aula arrastrando los pies. Por supuesto, los alumnos la siguen con el mismo poco entusiasmo. No se toma más de dos o tres minutos en chequear el libro de temas. No hay tiempo que perder. Los asientos contables son prioridad y hay que liquidar tres cuestiones en nada menos que dos horas. Por algo le pagan. Lucanera está al servicio de la educación pública y, por tanto, su responsabilidad debe ser tomada como tal. Su sueldo sale de nuestros bolsillos, según textuales y reiteradas palabras de la comprometida y escrupulosa profesora de Contabilidad.
Enseguida se pone al frente de la clase. Tiza en mano, comienza a vislumbrarse en la pizarra la interminable ensalada alfanumérica de siempre. Mientras algunos parecen regocijarse con los “problemitas” planteados, como si estuvieran descifrando uno de esos crucigramas entretenidísimos que ofrecen algunos suplementos sabáticos; otros (la mayoría, claro está), revolean los ojos como queriendo captar “algo” de lo incomprensible que Lucanera acaba de explicar. A ella parece no afectarle quién entiende y quién no. Avanza, avanza y avanza. Con prisa y sin pausa, como queriendo anticiparse a la finalización del programa académico y ahí sí, recién ahí estará en condiciones de hacer un alto en las cabezas secas de sus jóvenes discípulos. Lucanera se consume y los consume; en un encuentro semanal, los exprime, los agota y extenúa, con el fin de revalidar su vocación y/u obsesión educadora.
21.05. Un grupito de alumnas bochincheras, pero no por ello, malas estudiantes, advierte que todavía resta una hora y diez minutos para que finalice el calvario. Una hora y diez minutos de cabezas literalmente abombadas. Así y todo, prosiguen con la seguidilla de problemitas indescifrables y entretenidos. Si algo debemos reconocerle a Lucanera es su capacidad de mantener la poca atención que a esa altura subsiste en el aula. Quizás esta virtud se deba, en buena medida, a su manera de expresarse y meter bocadillos políticamente incorrectos pero efectivos a la hora de refrescar esas cabezas secas y exprimidas. Lucanera es un poco malhablada, sí. Pero sus excesos verbales son los que equilibran la balanza; y en el fondo se la quiere por ser cómo es: una obsesiva de los números, estrictísima con los horarios, pero cómplice del mismo lenguaje de esos jóvenes escolares.
La educadora es así: mezcla de chabacana y erudita en las cuentas. Pachorra en su caminar pero ligerísima a la hora de agotar los variados temas de su agenda académica. Pesimista y poco entusiasta; tal vez ello se debe a su reciente y confesada separación. Lucanera no representa, precisamente, el derroche de optimismo y algarabía en persona. En la mayoría de las ocasiones (léase, en aquellas oportunidades en las que no está dictando su tan celebrada cátedra) se la ve cabizbaja y algo desanimada, como si las clases la encendieran y la reencontraran con su verdadera esencia jovial y chispeante. Por lo pronto, y a la luz de su apariencia un tanto desatendida, necesita un rotundo y riguroso cambio de look. Un buen corte de pelo, una efectiva y prolija coloración de sus mechas, anteojos e indumentaria un poco más chic... en definitiva, un “aire nuevo y fresco” que la recicle y le ofrezca una versión mejorada de sí misma. Tal vez así Lucanera se relaje un poco y afloje en hacer un alto en las cabezas secas de esos jóvenes discípulos. Que así sea.-